Si contemplamos la existencia de librerías de viejo como simples transacciones de objetos usados, erramos al captar la esencia de lo que en verdad son: una encrucijada entre ontología y epistemología, un teatro en el que se dramatiza la eterna tensión entre ser y saber. Estos espacios no son meramente un mercado para libros; son, ante todo, un mercado para las ideas y la memoria, un locus donde se intercambian no solo palabras, sino también mundos posibles.
En estas librerías, cada libro es una epifanía encapsulada, un universo cerrado pero accesible, una forma singular que representa la pluriformidad del ser. Al adentrarnos en estos espacios, nos enfrentamos al infinito laberinto de posibilidades humanas y al espectáculo de nuestra propia finitud. Se convierten, de este modo, en un simulacro de la inmensa biblioteca de Babel que constituye el universo del conocimiento y del ser.
Si aceptamos, como sostienen diversos filósofos, que el ser humano está siempre en un estado de “ser-en-el-mundo,” entonces las librerías de viejo representan un escenario crucial para este “ser-con-otros.” El acto de seleccionar un libro previamente leído y soltarlo en manos nuevas es un acto hermenéutico, una forma de diálogo entre generaciones, culturas y, sí, incluso civilizaciones. Es un reconocimiento de que la cultura —y, por extensión, el conocimiento— no es propiedad de un individuo o de una época, sino un patrimonio común, un rizoma que se expande en direcciones múltiples y tiempo diverso.
Ahora, si la cultura es inherente a la existencia humana, defender estos espacios equivale a defender la posibilidad de una vida plena y significativa. Frente a la alienación y la cosificación que muchas veces impone el mundo moderno, estas librerías actúan como remansos de autenticidad y reflexión, espacios en los que la mercancía recupera su dimensión simbólica y en los que el tiempo recupera su carácter cíclico, en lugar de ser una línea recta que nos lleva irremediablemente hacia el olvido.
Al comprar un libro usado, al recorrer sus páginas marcadas por otros antes que nosotros, nos unimos a una genealogía invisible pero palpable, a una tradición que nos precede y nos sucederá. No es simplemente un acto de consumo sino de comunión, una afirmación de que somos, cada uno de nosotros, nodos en una red de significado que trasciende nuestros límites individuales y temporales.
Por lo tanto, la defensa de las librerías de viejo se alza como un acto filosófico en sí mismo, un compromiso ético con la pluralidad del ser y del saber. No es mera nostalgia, sino un acto de resistencia contra una cultura que, cada vez más, trata de encasillarnos en compartimentos estancos y efímeros. Al defender estos espacios, defendemos la complejidad, la diversidad y la profundidad del ser humano; defendemos, en última instancia, la dignidad de nuestra existencia.

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