Bajo las gruesas cobijas y acompañado de la tenue luz de la linterna, el lector hacía lo posible por concentrarse en el libro, pero su rabia no lo dejaba. Pese a que toda su vida había vivido soportando esas leyes, simplemente no entendía la prohibición a los libros.
“¿A qué ha llegado este mundo?”, pensaba. “¿Cómo es posible tanto desprecio hacia algo que nos da tantas cosas maravillosas?”. Y seguía intentando leer, mientras le dolía tener que descifrar las palabras entre la oscuridad y pasar las páginas tan despacio como le era posible, para no hacer el más mínimo ruido.
“El mundo se viene abajo sin los libros”, se dijo, justo cuando el resplandor de las luces cayó sobre él. Era el fin, lo habían encontrado. Luchaba para salir de su escondite cuando las cobijas le fueron arrancadas de golpe.
Cuando vio el rostro de su madre supo que volverían a castigarlo.