Descubre cómo en la Feria del Libro en la Alameda, los encuentros inesperados entre libros y lectores se convierten en historias, conversaciones y momentos compartidos bajo la sombra de la ciudad.
Confesó ser pata de perro. Mencionó que carga con una bolsa en la que guarda todo lo que va comprando: desde pequeñas chucherías, artesanías, alguna blusa que venden los artesanos en el centro. Le gusta caminar por ahí. Estaba mirando los libros, tomaba uno, luego otro, primero miraba la portada, después la contraportada, los abría, revisaba el título, quizá leía el índice, la introducción o alguna presentación que le animara a comprarlo. Sus manos delicadas revelaban una vida de trabajo. Se trataba de una mujer de unos 50 años, quizás. No lo sé, no soy bueno adivinando la edad de las personas y me equivoco con frecuencia.
Tomó un libro de Milán Kundera, uno de John Keats, otro de arte popular mexicano y uno más de poesía latinoamericana. Parecía indecisa, aunque también podría ser que eligiera con calma y cuidado un nuevo compañero de viaje. Yo no sabía cómo comenzar la conversación, estaba frente a una lectora, frente a alguien que estaba encontrando sin buscar.
Antes había visto esa mirada, la he visto tantas veces, en los ojos de estudiantes, de colegas libreros, una mirada que parece perdida y que revela que se encuentran absortos, imaginando, recuperando sus recuerdos más evocadores, momentos pasados, alguna recomendación, un deseo, eso es lo que puedo ver. Por eso, se me dificulta tanto comenzar una conversación.
Esta es la parte difícil de ser libreros: la labor detectivesca, la charla ocasional que intenta indagar las preferencias literarias de quien se detiene en el stand en una Feria del Libro. La gente no lo sabe, o quién sabe, no sé si lo pueden ver, pero nosotros estamos a la expectativa, en cada oportunidad podría presentarse una revelación.
Como en aquella ocasión en la que un profesor universitario retirado comenzó a hablar de Maximiliano de Habsburgo, de los procesos de renovación de la Ciudad de México, de la construcción de sus paseos y jardines, de sus hábitos de alcoba y de María Carlota. Quizá durante una hora o dos que se fueron volando, nos contó apasionadamente muchos de los esperpentos de aquella época. Mientras lo escuchaba, ponía atención en sus manos, que elevaba por los aires para acentuar los efectos de la conversación, en sus ojos entronados y en su sonrisa cuando revelaba un misterio que le apasionaba. A mí no me gusta interrumpir a las personas cuando están hablando, es como si los viera entrar en un trance especial que revela su mundo interior y sus cavilaciones.
De pronto comenzó a hablar: "Híjole, no sé cuál llevarme, quisiera llevarme todos". Luego, habló de la primera vez que leyó un libro de Milán Kundera, y me comentó que cuida sus plantas en casa, que le gusta pasear por el centro y procura salir a caminar sin un propósito fijo, solo para disfrutar. Ahora puede hacerlo porque sus hijos son grandes. Le apasiona la lectura, aunque lee poco porque tiene que trabajar. En las tardes procura darse un tiempo para ella, además de cocinar las recetas que encuentra en internet. Su pasión es leer.
Los libreros somos escuchas, una clase especial de escuchas que repara en los detalles. Por eso, quizá podemos conectar con las personas que aprecian la lectura, la observación, los paseos, la vida tranquila y sin prisas.
Acudir a una Feria del Libro como esta, en la Alameda, en la que nos encontramos ahora en la Ciudad de México, supone renovar nuestro compromiso con los lectores, primero con los libros y, lo más importante, con la escucha. Me gustaría que vinieras si te agrada pasar las tardes tranquilas revisando libros, paseando entre los monumentos históricos del centro, refrescándote debajo de los árboles de la Alameda. Esta es la oportunidad.
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