Participamos constantemente en diferentes Ferias del Libro. Cada ciudad nos recibe con su propia personalidad, con su propio pulso. Como ahora, pensé, mientras observaba al entrevistador, un joven universitario que acababa de llegar a la librería. Se movía con la urgencia propia de quien debe cumplir una tarea: montó su trípode, acomodó los micrófonos y sacó aquella lámpara heredada de su abuelo - la había modificado con papel cebolla como difusor improvisado, aunque al final no la usaría.
Sus dudas pronto se volvieron mías. Había trazado una ruta ambiciosa para su entrevista: del quién al cuándo, al cómo, al dónde, hasta llegar al para qué. Lo noté en su borrador, escrito en una hoja arrancada de un cuaderno de espiral - un gesto que reconocí, pues yo también suelo escribir en cualquier superficie disponible: servilletas, envolturas de dulces, papeles sueltos que después resultan imposibles de transportar.
La escena se desarrollaba ante nosotros como una pequeña obra: el muchacho reorganizando el espacio, moviendo sillas, ajustando su celular para grabar. Al fondo, el dependiente desapareció un momento y regresó con el rostro recién lavado, el cabello peinado a prisa.
"Mi nombre es Joaquín Eguía y estoy en Librero en Andanzas." Las palabras salieron apresuradas, mis ojos fijos en el celular que hacía de cámara. El sudor comenzaba a perlar mis manos y ahí estaba, ese tartamudeo traicionero que emergía en los momentos cruciales. Las palabras parecían atorarse en un bache invisible, del que solo podía salir añadiendo más palabras, pero cada nueva que llegaba al rescate se quedaba sin aliento a medio camino, en un ciclo interminable.
"Sí, estoy a cargo de la librería de Guadalajara", continué con ese automatismo que desarrollamos los libreros. "Llevamos tres años en la ciudad y acudimos año con año a la feria que se hace en los portales. El material llega desde varios puntos: Ciudad de México, nuestra bodega en el Estado de México, incluso de las librerías en Hidalgo."
Mientras mi voz seguía el guion habitual, mi mente vagaba hacia aquel nubarrón gris que había amenazado tormenta. Me vi de nuevo frente al stand recién montado en Alcalde, justo frente a la Rotonda de los Jaliscienses Ilustres, mirando el camino recorrido como quien revisa un mapa mental.
El asunto de transportar doscientas cajas con libros atravesando el país era, irónicamente, la parte sencilla: la paquetería se encargaba de eso. Lo verdaderamente complejo era el trabajo previo: seleccionar, conseguir y preparar cada libro que viajaría en esas cajas. Al depender de las bibliotecas que las personas nos ofrecen en venta, navegábamos en un mar de variables que no podíamos controlar. Pero eso no lo dije. En su lugar, opté por ese lenguaje pulido que usamos a veces, ese que no deja manchas de verdad en las manos: "El evento requiere meses de preparación, trabajamos con metas muy definidas."
"Sí, el lugar es ideal", me escuché decir mientras medía el espacio con pasos cortos, tres hacia aquí, tres hacia allá. "Los turistas pasan por aquí camino a la catedral, y el escenario está a unos pasos. Llegamos de madrugada, la chica vino a ayudarme con los viajes, las cajas no cabían en uno solo."
El día había comenzado mucho antes que esa madrugada. Semanas antes, en realidad. El humo de mi cigarro dibujaba espirales mientras atendía llamadas telefónicas en la bodega de Guadalajara. Las cajas llegaban desde otras ciudades como una marea constante: había que revisarlas, catalogarlas, mientras la vida cotidiana de la librería seguía su curso. Los clientes preguntaban, los estantes necesitaban orden, y en la bodega del fondo, esa que tiene su entrada por Rayón, organizamos un evento de libros de remate. Z. se colaba en mis pensamientos entre tarea y tarea, y las horas de comida se desdibujaban en el trajín.
La invasión fue gradual, casi imperceptible al principio. Las cajas para la feria comenzaron a ganar terreno como un ejército silencioso. Primero conquistaron las ventanas, después se atrincheraron al final de los libreros. Cuando tuve que cerrar un par de pasillos, intenté suavizar la situación con un letrero: "Disculpe las molestias, estamos preparándonos para la mejor feria del libro antiguo de Guadalajara." Era una disculpa y una promesa entrelazadas.
El joven frente a mí pareció no notar mi divagación. Su tartamudeo inicial - que después su profesora universitaria señalaría como un logro superado - fue cediendo conforme la entrevista encontraba su propio cauce. El momento decisivo llegó cuando mencioné a Stephen King. Sus ojos se iluminaron con un reconocimiento parcial: conocía las películas, pero no al escritor detrás de ellas. En minutos, nos encontramos discutiendo sobre el rechazo editorial, la perseverancia y el arte de contar historias que te mantienen despierto por la noche. Me escuché prometer regalarle un libro - "algo maltratado", le diría después, aunque la verdad es que siempre busco excusas para compartir a mis autores favoritos, especialmente con lectores en ciernes.
"Yo tampoco compré nada", se escuchó decir a alguien desde el fondo de la librería. "Aunque vi cosas interesantes, mejor los visito en la feria, quiero ver qué llevan para allá." La voz se mezcló con el murmullo de la tarde, mientras yo observaba la escena desde ese espacio invisible entre los libreros, ese lugar donde los vendedores de libros usados nos refugiamos para ver la vida acontecer.
El entrevistador guardaba su equipo con la misma meticulosidad con que lo había instalado. La lámpara de su abuelo, nunca utilizada, volvió a su mochila envuelta en papel cebolla. Había llegado buscando una entrevista y se marchaba con una historia diferente, un libro maltratado de Stephen King bajo el brazo - una semilla plantada, pensé, recordando mis propios inicios en la lectura.
Las dos clientas que habían presenciado el final de la entrevista seguían ahí, sonriendo con esa complicidad que solo tienen los lectores habituales. Mi debilidad, esas sonrisas que prometen largas conversaciones sobre libros. Así que dejé que el momento de la entrevista se disolviera naturalmente, como se disuelven las páginas de un libro en la memoria, y me acerqué a atenderlas. En el fondo, la bodega seguía llena de cajas esperando su viaje a la feria, pero esa es otra historia, una que se contaría entre los portales, frente a la Rotonda de los Jaliscienses Ilustres, bajo el mismo cielo que nos había amenazado con tormenta.
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