No es un misterio para los libreros que las colecciones de poesía son quizá las más esquivas. Esos tesoros que rara vez aparecen en grandes cantidades, que suelen estar dispersos entre bibliotecas personales, mezclados con otros géneros, a menudo escondidos en los estantes más altos o en las cajas más olvidadas.
Pero hoy, después de recorrer más de 27 km en dirección a Cuernavaca, nos encontramos una veta de aquel mineral precioso. El camino serpenteante, las curvas pronunciadas y el calor que se intensificaba conforme descendíamos de altitud parecían presagiar que algo especial nos esperaba.
La casa, una construcción modesta de los años setenta, no anticipaba el tesoro que guardaba. Su dueño, un profesor jubilado, había reunido durante décadas lo que para muchos sería una colección insignificante, pero que para nosotros representaba un hallazgo extraordinario.
Valió la pena, claro que lo valió. Poco más de cien libros de poesía, muchos de ellos firmados por sus autores, ediciones importadas de Argentina, Chile, Cuba, Uruguay, pequeñas joyas editoriales que difícilmente se encuentran juntas. Nombres como Alejandra Pizarnik, Juan Gelman, Idea Vilariño, Gonzalo Rojas compartían espacio con poetas menos conocidos pero igualmente valiosos.
Cada firma, cada dedicatoria contaba historias de encuentros literarios, festivales de poesía, presentaciones en pequeñas librerías ya desaparecidas. Un mapa invisible de la geografía poética latinoamericana que ahora, gracias a esos 27 kilómetros recorridos, podremos compartir con nuevos lectores.
La poesía, ese género que las grandes editoriales suelen relegar, que las librerías comerciales esconden en sus rincones más apartados, encontrará en nuestros estantes un lugar privilegiado. Porque sabemos que siempre hay lectores buscando esos versos precisos que, como dijo alguna vez Octavio Paz, nos reconcilian con nuestra condición humana.
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