Uno de los problemas que más adolecemos en las librerías es la falta de espacio, quisiéramos que fuera espacio infinito, pero es imposible, así que debemos ingeniarnos con las limitaciones físicas y hacer lo mejor que podamos. Soñamos con librerías dimensionales, estantes que se expanden hacia adentro como en alguna novela fantástica, pero la realidad es más bien un tetris constante de volúmenes y espacios.
Pero hay días en los que no sabemos cómo continuar, como ayer en que vinieron a traernos los libros para renovar los estantes, eso fue en la mañana y al medio día llegó una camioneta de carga llena de libros que vinieron a vendernos. Justo cuando pensábamos que habíamos resuelto la ecuación espacial del día, el universo decide poner a prueba nuestra capacidad de improvisación.
Era parte de una mudanza, el desalojo de una biblioteca particular, de alguien que se iría muy lejos y que no podía llevarlos consigo. Siempre hay algo melancólico en estas entregas, como si fuéramos testigos del final de una relación larga, el divorcio entre un lector y su colección cultivada durante años.
Mira que ese día hicimos malabares, los libros venían encintados con rafia, en pilas de distintos tamaños y formatos que se desbarataban cuando intentábamos cargarlos. La negociación fue realmente difícil, pero después de un estira y afloja llegamos a un acuerdo y entonces, cientos de pequeñas pilas de libros tomaron la banqueta frente a la librería. Parecía que estábamos montando una improvisada sucursal al aire libre, ante la mirada curiosa de los transeúntes.
Respiramos profundo y comenzamos nuestra labor, después de que se fue la mudanza, revisamos detenidamente las pilas de libros, una a una, retiramos el archivo, hojas sueltas, viejas revistas y todo tipo de papelería visible, al tiempo que guardábamos esos materiales en fajas plásticas para que fueran enviadas a la bodega. Entre las páginas encontramos boletos de cine, recibos de hace décadas, postales nunca enviadas, pequeños recordatorios de que estos libros fueron mucho más que objetos en la vida de alguien.
Nos llevó prácticamente todo el día, en fin, hay días como esos, en los que el trabajo parece no tener final, satisfactorios y con propósito. Y mientras cerrábamos la librería, con músculos adoloridos y manos manchadas de tinta y polvo, sentíamos esa extraña satisfacción de los días caóticos, esa certeza de que, de alguna manera, habíamos rescatado pequeños universos de páginas que ahora esperarían pacientemente a sus nuevos dueños, en nuestros ya desbordados pero siempre acogedores estantes.
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