En una librería de viejo, cada cliente trae consigo una historia única. Desde libros de derecho hasta cuentos infantiles, este rincón literario es donde las historias cobran vida.
Una joven entra a la librería, seguida de otra. La primera va directo a los estantes de psicología, ya ha estado aquí antes. La segunda, que parece ser nueva, la sigue con una sonrisa, disfrutando de la conversación que traían.
Luego entra un hombre con traje y portafolios. Se dirige al fondo, donde examina los libros de derecho. Sus zapatos recién lustrados, su traje impecable y su corbata combinan perfectamente con su portafolios de piel. Coloca el maletín en el suelo y comienza a hojear los libros con calma. Toma uno, lo revisa, lo devuelve y sigue el ritual una y otra vez.
Mientras tanto, regreso a mi labor de organizar las novelas en orden alfabético por apellido del autor. Estoy con la letra M y sostengo una novela policíaca de Henning Mankell. Examino el título y la contraportada; suena intrigante.
En ese momento, una señora con un niño vestido con el uniforme de primaria se me acerca para preguntar por un libro de texto. Le explico que no vendemos libros de texto, pero decide aprovechar su visita para revisar los libros infantiles. Se disculpa porque su hijo toma un libro tras otro. Le digo que no es necesario disculparse, que está bien que el niño explore los libros, y me retiro.
Entra un hombre vendiendo empanadas. Le compro dos de arroz con leche, parecen deliciosas.
El primero en irse es el hombre del portafolios. Se acerca a la caja con dos libros. Me pregunta si tenemos códigos civiles y le explico que no, ya que somos una librería de viejo y esos tomos se actualizan constantemente. Promete volver y se va.
Las dos jóvenes salen entre risas sin comprar nada, pero vuelven para preguntar si aceptamos tarjeta. Les respondo que sí. La primera se dirige al fondo de la librería y vuelve con tres libros. Saca su tarjeta y pregunta, "¿Entonces sí aceptan tarjeta?" Hago la cuenta, paga y mira nerviosa, como quien no está seguro de cuánto tiene en su cuenta. El pago es aceptado, sus ojos se abren y la segunda se sorprende. La primera toma los libros, los aprieta contra su pecho, le dice algo a la otra y salen entre risas.
Le doy una mordida a mi empanada. Qué buena está.
Olvidé que la señora con su hijo estaba al fondo mirando libros infantiles. Vuelve y me pregunta cuánto cuestan. Le digo que el precio está en la primera página. Lo revisa y me pregunta, "¿Cuestan 30 pesos?" El niño le dice, "¿Ya ves, mamá? Sí te alcanza."
Así son los días en la librería. Estar rodeado de libros es maravilloso, pero estar rodeado de personas que los disfrutan es lo que realmente marca la diferencia.
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